Estoy
sentado en el parque y miro a la gente pasar. Los niños precipitándose al
futuro y los ancianos cargados con el pasado a sus espaldas. Adultos con traje
pasan corriendo de un lado para otro. La brisa levanta con timidez el polvo del
suelo y me hace estornudar. Conecto mis auriculares al mundo y me pongo a
escuchar.
Mi
corazón solo escucha una pequeña pieza de la gran orquesta que toca. ¿Es que
nadie escucha? Gritos que provienen del mismo centro de la tierra ahogados, a
la vez canta una canción de cuna para que los muertos no despierten. Nos acuna
mientras nosotros desgarramos su piel y envenenamos su sangre.
Ella
es paciente, pero está triste. Observa como nosotros nacemos, crecemos y nos
ahogamos en nuestras propias tretas. Todo para volver a ella y a su seno. Ella
no llora por sí misma, sino por nosotros y nuestras cargas. Nos canta para
prevenirnos, ella nos ama. Y aunque ruja y nos castigue, nos da cobijo y un
lugar que llamar hogar.
No
nos engendraron para odiarnos, no nos dieron calor para destruir. Pero tampoco
nos dieron valor para enfrentarnos a la duda. La duda engendra miedo y el miedo
escupe odio. Y así crecimos, entre miedos a lo desconocido. Odiando al resto e
imponiéndonos al diferente, pusimos fronteras y falsos dioses. Todo ello por
miedo, todo ello porque no nos dieron valor.
Pero
el valor no se da, el valor se gana y se aprende. Si podemos abrir los ojos y
podemos sentir, también tenemos fuerza. Una fuerza que sin control es
destructiva. Una gran imaginación irresponsable, que desbocada nos engullirá de
nuevo en las sombras. En las sombras donde ella es más fuerte, unas tinieblas
donde de verdad nacen los monstruos. Allí en lo profundo reina el miedo.
Movemos
montañas, llegamos a la luna y aun nos cuesta perdonar y amar. Nos creemos grandes y
somos insignificantes.
Desconecto
mis cascos, los enchufo al móvil y apago mi cabeza. Ahora solo queda volver a
la rutina y al ganado.
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