Él lloraba y maldecía. Tenía los
ojos vendados, la boca amordazada y las manos y pies atadas a la silla. Lloraba
por miedo, no por dolor. Aún no lo había tocado.
Antes
de amordazarlo, gritaba furioso. Simplemente me senté enfrente y lo escuché.
Decía que tomaría venganza. Una y otra vez. Las horas pasaban y sus alardes de
rebeldía se atenuaron. Yo seguía sentado mirándolo con un vaso de agua. Cuando
me terminé el agua, le amordacé la boca.
Al
día siguiente, volví a bajar a la habitación. Él estaba durmiendo en la silla.
Se despertó al cerrar la puerta. Se tensó y volvió a llorar. Le quité la
mordaza y le di de beber y comer. No mucho. Le pregunté que sentía y no me
respondió. Le quité la venda de los ojos y me senté enfrente de él. Miró cada
esquina que pudo, la mesa con los utensilios, los cubiertos que estaban en mi
plato y luego me miró a los ojos. Su único ojo estaba inyectado en sangre. El
otro sólo era una cuenca vacía con una herida que curé. Poco a poco los fue
cerrando por el sueño. La droga estaba surtiendo efecto. Le vendé los ojos de
nuevo y salí de allí.
Así
fueron pasando los días y poco a poco él se fue adaptado a mí. Yo seguía con
mis experimentos. Cada vez más agresivo y a su vez, necesitaba menos drogas
para dormirlo. Había perdido el sentido del dolor. Cuando lo miraba no podía
pensar que fuese humano.
A
partir del segundo mes, empezó a comportarse de manera distinta. Cuando le
quitaba las ataduras, no se movía. Seguía sentado y sin abrir los ojos. No
movía ningún músculo e incluso permanecía relajado cuando le inyectaba pequeñas
dosis de magia. Era sorprendente. Un ser que había conseguido retener en su
cuerpo tal cantidad de magia y sin mutar. Aquello era… impresionante.
Luego,
al quinto mes, le dejé levantarse. No se tenía en pie. Le ayudé a lavarse, lo
arreglé. Yo seguía absorto, pero él había mostrado interés sobre mis actos. No
respondí. Aquello era parte de mis investigaciones. Él lo sabía, pero ahora no
se acordaba. Luego, abrí un pequeño baúl que había detrás de su silla. Dentro
había un pequeño saquito. Le dije que abriese los ojos. Puse una pequeña piedra
roja en su mano, en la otra un tintero y una pequeña libreta con las hojas en
blanco. Luego salí de la habitación. Y después de mucho tiempo, no cerré la
puerta con llave.
Al
día siguiente, me lo encontré de pie. Aun a pesar de estar escuálido, era
bastante alto y corpulento. Tenía las rodillas magulladas, igual que las manos.
Su rostro cubierto de tinieblas, se giró hacia mí. Donde antes había una cuenca
vacía, ahora había una luz tenue roja y de allí brotaba un líquido negro. El
experimento había sido un éxito. Aquel hombre ya no era un humano. Había
sobrevivido a una sobreintoxicación mágica con fuerza de voluntad.
-Me
voy… -dijo con un susurro.
Me
aparté de la puerta y le dejé ir. Entré a la habitación y vi el baúl repleto de
aquel líquido negro. Magia destilada y refinada. Me quité el clerman y dejé el
rosario de la Iglesia del Padre encima la mesa. Y caí en el vicio que consumía
mi cuerpo. No me quedaba mucha magia, así que preparé distintas dosis para
suministrarme más tarde. Me pinché una como capricho y cogí dos dosis más.
Escondí el resto en compañía de mis pertenencias en el fondo del lago que había
al lado de la casa. Y marché a Villa Vigía.