Cuando el niño despertó, miró a su
alrededor. El sacerdote estaba delante de él, dormido. La poca luz, le permitió
distinguir la bolsa de Shiin. Sentía como si algo de ahí dentro le llamase.
Hurgó dentro de ella, sostuvo el libro con las manos. También había una piedra
pequeña negra. Ya la había visto alguna que otra vez en los viajes con Shiin.
Guardó la piedra en uno de sus bolsillos y cogió el libro. Luego con cuidado,
se escabulló buscando algún lugar con algo más de luz. No era la primera vez,
aún recordaba la noche en que Shiin lo descubrió.
Cuando
caminó un buen trecho, encontró una pequeña planicie. La luz era suficiente
luz. Se sentó y en la calma de la noche, abrió el libro. Todas las páginas en
blanco. Lo dejó sobre sus rodillas abierto. Pasaba una y otra vez las hojas,
expectante. Sentía la necesidad de encontrar algo.
Cuando
se cansó, sacó la piedra negra de su bolsillo. Aunque fuese muy tenue, sentía
como aquel mineral desprendía calor. La dejó en la palma de su mano abierta. La
luz no reflejaba, aunque estaba pulida. Tenía forma ovalada y pesaba un poco a
pesar de su tamaño.
Un
murmullo se escuchaba por donde había venido. El hombre con armadura salió de
la espera. Era el mismo de esa mañana. El que había golpeado al sacerdote.
-Chico,
dame eso que tienes ahí. No es necesario tener que matar a un crío.
Algo
en su voz no le gustaba. Aquellos hombres que tenía detrás, empuñaban una
espada. Y de pronto todo pasó muy rápido. Detrás del hombre de armadura, una
gran bola de fuego se expandía hasta que estalló. Por un breve instante miró el
libro y pensó en que no volvería a ver a Shiin. La explosión le empujó igual
que a los guardias, el hombre de la armadura, intentaba resistir sujetándose a
un árbol y gritando:
-
¡Niño, dame eso! – se abalanzó aprovechando el viento-.
-
No.
Y
todo se volvió negro.