Recogieron los cacharros y las
mantas y siguieron caminando. Anduvo por detrás de él vigilando que no hiciese
ningún movimiento brusco.
Siguieron andando hasta el anochecer.
No muy lejos de donde estaban, se escuchaban voces y gente gritando. Shiin le
indicó que no se debían detener, siguieron andando hasta que llegaron a una
especie de muralla con antorchas y con hombres apostados con arcos y espadas.
Dos de estos soldados le indicaron a
Shiin que se acercase. Estuvo un buen rato con aquellos hombres. Al volver
señaló que debían pasar por la puerta. Dentro había un pueblo, bastante más
grande que él había visto. Las casas no eran todas de madera, sino de piedra y
de colores grises. Había gente tirada por la calle con cuencos, mujeres que
olían a jazmín y a tabaco y algún que otro hombre borracho sin poder tenerse en
pie.
Se detuvieron enfrente de una
posada. Shiin estuvo discutiendo con un hombre bajito y gordo. Sacó de un
bolsillo dos monedas de cobre. Las tiró sobre la mesa y dijo:
-
¡Nunca
he tenido que pagar por dormir aquí!
-
Lo
siento, pero no estamos ahora para prescindir del dinero. Compréndalo señor,
los caminos son más peligrosos y mi negocio se resiente. Y yo también he de
comer. Vanesa les llevará a la habitación, ven Vanesa.
Vanesa era una muchacha joven, su rostro
estaba muy delgado y la piel muy pálida. Llevaba un delantal manchado de harina
y olía a pan recién hecho. Cogió la llave que el señor gordo le ofreció y
subieron por las escaleras. Vanesa les mostró la habitación y entraron.
-
Disculpe
señor. Siento que mi padre haya sido tan brusco. Cuando cerremos, si no le es
molestia, puedo subirles algo de comida.
- Gracias
Vanesa, no quisiera meterte en problemas. Y no te disculpes por ese avaro
gruñón.
Shiin encendió dos pequeñas velas rojas
que sacó de su bolsa. Un niño un poco más mayor que nuestro pequeño
protagonista, subió leña y encendió el fuego en la chimenea. Cuando se quedaron
solos, Shiin estaba sentado en la silla mirando el fuego. Luego clavó la mirada
en el chico y suspiró.
-
Ven,
acércate. Quiero enseñarte algo.
El niño obedeció y fue a su lado. Shiin
sujetaba el pequeño libro y el cuaderno. Uno en cada mano.
-
Hablar,
¿puedes? -dijo con señalándose la boca.
El niño asintió.
-
Comprendo.
Pero, ¿por qué no dice nadas?
El niño recordó lo que hacían los niños
de su pueblo cuando los adultos les preguntaban. Y levantó los hombros. Shiin,
meditó unos segundos y miró el librito y el cuaderno.
-Yo te enseñaré.
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