Grito Vacío
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sábado, 30 de mayo de 2015

Capítulo 1: Cuando las cosas se tuercen

              Todo fue muy deprisa para mí. No recuerdo muy bien, pero conseguí cargarla como pude a la espalda. No enfocaba muy bien la calle, pero sin caer demasiadas veces conseguí llevarla a casa. Lo que recuerdo eran las voces y el sudor frío recorrer mi espalda. Si hubiesen vuelto… no quiero pensarlo. 

               Vi su cara cubierta de arañazos y moretones. Tenía una pinta fea, pero no podía arriesgarme a llevarla a algún hospital. Hoy era noche de bandas y a pesar de ser un barrio tranquilo, muchas pequeñas bandas iban buscando jaleo. Y aunque hubiésemos llegado al hospital, no llevaba mucho dinero. Recuerdo que mis padres me decían que cuando eran niños los hospitales eran públicos, que a pesar de estar atestados, atendían a quién hiciese falta. Pero las cosas han cambiado.

               Tenía una herida fea en el muslo y otra en el estómago. No tuve más opción que desnudarla. Tenía una piel hermosa. Tan blanca y tersa… Era un insulto ver todos aquellos moretones y heridas. ¿Pero qué podía hacer yo? Llené la bañera con agua tibia. Desinfecté todas sus heridas. Encontré más cicatrices de las que jamás había visto. Recorrí con la mirada cada curva de su cuerpo… buscando más heridas. Cuando el baño estuvo listo, yo ya estaba un poco lúcido pero ella seguía inconsciente. Hay personas que no las despierta ni una tormenta, eso pensé. Para mí era algo a favor, no sé qué cara me pondrá mañana. La bañé lo mejor que pude y con cuidado la sequé. Me fijé en sus labios rojos y en lo largas que eran sus pestañas. Su cabello húmedo le cubría los pechos, como si hubiese salido de algún cuadro. Me di cuenta que era bastante alta. Busqué algo de ropa que ponerle, cuando la acosté me permití darle un beso en la frente. Entonces me percaté que tenía fiebre, fui a por una aspirina que tenía en la cartera. Los medicamentos eran caros, pero para eso estaban, pensé. La diluí con el agua, le sería más fácil de tomar. Conseguí que se lo bebiese. Ahora, solo quedaba vigilar que no subiese la fiebre.

               -¡¿Quieres despertarte de una maldita vez?!

               Estaba siendo sacudido, la luz me molestaba. Conseguí abrir un ojo y aquella habitación no era la mía. Natalia aún estaba acostada pero estaba despierta. Los moretones habían oscurecido. Pobre. Me levanté como pude y me sequé la baba reseca.

               -¿Quieres café? –dije con voz ronca, no recibí respuesta.

               Fui a lavarme la cara. Joder, me dolía mucho la cabeza. Me puse el pijama, decidido, hoy no iba a salir. Le envié un mensaje a Tomás. No me apetecía charlar con nadie. Fui a la cocina y preparé una cafetera que tenía ya vieja. Volví a la habitación de Natalia.

               -No deberías levantarte. Te abrirás de nuevo las heridas -me observaba con detenimiento y luego palpó lentamente todo su cuerpo. Se puso roja como un tomate, después de ver su reacción yo también me sonrojé-.

                -Sí, mejor tráeme café. Lo voy a necesitar. Tengo que ir a trabajar.

               -Tú no vas a ir a ninguna parte hasta que yo lo diga. Con suerte llegarás a la esquina. Mira, si te digo la verdad, me da igual qué coño pasó anoche, pero no quiero jaleos en mi casa. ¿Comprendes? Si estás metida en algún pleito, quiero que recojas tus cosas y te vayas.

               -No tengo dónde ir. Además, no eres nadie para echarme de esta casa. He firmado un contrato con la casera.

               Tenía razón, pero no tenía ganas de discutir más con ella. Le convenía no hablar por las heridas que le cosí anoche como pude, sudaba demasiado. Debería de tener algo de fiebre. Así que callé y me fui a la cocina. Diluí otra pastilla en su café. No soy tan cabrón como para dejarla con fiebre y medio destrozada. Ya discutiríamos más tarde.

               -Cosí todas las heridas lo mejor que pude. No deberías no moverte. Me da repelús la sangre. Y esas sábanas que yo sepa, son mías.

               -Sé cuidar de mí misma –me miró con suficiencia, tenía unos ojos verdes brillantes- te agradezco la ayuda, pero ya no necesito más.

               Le tendí el café. Mejor si no hablo, no me gusta que me repliquen y menos alguien que está febril y cansado. Fui a por mis papeles para volver a sumergirme en la búsqueda.

               Cuanto más leía más me daba cuenta que aquello que yo buscaba no estaba allí. Eran las doce del mediodía, fui a la cocina y preparé un poco de estofado que dejé a fuego lento en el cazo. Volví al salón y  encendí el portátil para distraerme con algo de música.

               Le llevé un plato, debía de tener hambre, le suministré otro calmante. La fiebre había bajado, pero seguía sin fiarme. La fiebre es mala compañera. Le di el único mendrugo de pan que compré ayer y cuando terminó, me fui a por mí ración. Al rato, me había vuelto a mis libros y apuntes. No sabía que podría más hacer.

               Ya habían pasado casi cuatro cuando me di cuenta que ya había oscurecido y estaban llamando al timbre. Fui a abrir y me encontré con un hombre un poco más alto que yo, apestaba a tabaco y alcohol del malo. Tenía desde el brazo hasta el cuello tatuado.

               -¿Está Natalia? –y con el olor a alcohol, apestaba a problemas.

               -Aquí no vive nadie que se llame Natalia.

               -¿Oh? Juraría que sí, así que sé buen chico y déjeme pasar.


               Me empujó contra la pared y pasó. Instintivamente llamé a la policía. Solo tenía que retenerlo aquí y distraerlo. Uy… tan sencillo. Si fuese en alguna de mis historias, solo bastaría con cortarle el cuello. Pero en la realidad, esas cosas no se hacen. No, si no tienes dinero no puedes. El resto de mortales debemos o afrontar la horca o llamar a la policía. Mis rodillas temblaban, pero al escuchar el grito de Natalia mi sangre se heló… Otra vez…

                Fui hasta la habitación de Natalia y allí la vi. Agarrada por el pelo y recibiendo golpes.
               
             -Ahora ya no eres tan valiente. ¡Maldita zorra! ¿Qué miras? –sonrió mirándome- ¿Acaso te molesta mequetrefe?

               -Ayuda… -su voz era un susurro mezclado con lágrimas.

               Cargué contra él, chocamos contra la pared. Intercambiamos golpes, mejor dicho me los dio y yo acepté. No tenía en mente nada. Así que luego de chocar con él le di un golpe en las costillas y luego en la nariz. Él me empujó y me lanzó una silla que por suerte falló. Luego se abalanzó sobre mí, me golpeó con tanta fuerza que se me oscureció la vista. Mi boca sabía a sangre. Dolía y mucho. Conseguí quitármelo de encima. Hice que me siguiese por el pasillo, su gran tamaño le debería entorpecer en un pasillo pequeño. Me equivoqué. Me estampó contra una pared y me golpeó en la boca del estómago. Me escupió y su rostro reflejaba autosuficiencia y desprecio. Me dejó caer al suelo como si fuese un saco de arpillera. Me dolían las piernas. Me arrastré hacia mi cuarto donde tenía una mancuerna, él había vuelto para aporrear a Natalia.


 Esta vez el hombre estaba cubierto de sangre, mía, pero ahora Natalia estaba apuntándole con una pistola. No era de juguete. La mirada de ella, era turbia, debía ser por la fiebre, pero su mano no temblaba. La verdad es que de pronto, mi visión se nubló y recuerdo que antes de derrumbarme, el hombre salió de casa al escuchar las sirenas de la policía. También recuerdo que mi tía bajó con Ana y entre las dos me entablillaron el brazo. Los policías llegaron cuando estaba recostado en la cama. Pero lo que más recuerdo, era la risa triunfante del policía más bajito al detenerme…

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